EL CÓMIC UNDERGROUND: UN GRITO DE REBELDÍA

Los años sesenta fue una época de incertidumbre, de crisis, de fuertes dosis de pesimismo y de grandes cambios en general para la sociedad occidental.

La generación que sucedió a la Segunda Guerra Mundial empezaba a rechazar los valores de sus padres al preguntarse: ¿Cómo se puede confiar en un sistema de valores que llevó al mundo al borde de la destrucción dos veces? Y ese mismo sistema se hallaba entrampado ahora en la paranoia atómica.

Debido a ello, la cultura y las manifestaciones artísticas se contagian también de esa duda constante, tiñéndose de escepticismo y distanciándose de los paradigmas tradicionales. Nacía el posmodernismo y, con ello, la cultura popular empieza a recibir toda la atención que antes se le negaba, igualándose en estatura a la cultura oficial.

Particularmente en Estados Unidos, la generación beat de los cincuenta deja el paso a los hippies. Los sesenta y setenta son años de lucha social, de antibelicismo, de movimientos de liberación feministas y raciales. Son los años del «Haz el amor y no la guerra», del LSD, de la psicodelia, del rock reivindicativo. Por consecuencia, la sociedad estadounidense cambia a marchas forzadas y el choque generacional se hace evidente e inevitable.

Tal escenario no podía dejar de impactar al mundo del cómic.

Una duda fundamental siempre latente en el ánimo de los lectores de cómic era si estos debían ser únicamente para niños, y la respuesta de la Comics Code Authority había sido contundente: si no lo eran, debían serlo. Era de esperarse, por tanto, que el férreo control de los contenidos, impuesto la década anterior, mantendría a los comic-book al margen de las críticas a la sociedad y de la revolución que se veía venir en muchos otros terrenos.

Como vimos en anteriores entregas, la industria del cómic, una vez edulcorados los géneros de crimen, misterio y terror, se volcó de nuevo en los superhéroes. Pero una serie de circunstancias permitieron que, quizás por primera vez en la historia estadounidense del medio, hubiera vida fuera de la industria. Esa vida más allá de la vida, acabó conociéndose como cómic —o comix— underground, obra de una serie de autores que tenían como referentes a Harvey Kurtzman, los cómics de la E. C. y otras editoriales de géneros que habían quedado proscritos, sin olvidar a la revista satírica MAD.

Dichos autores habían crecido leyendo esos tebeos y ahora encontraban en la historieta marginal el vehículo perfecto para el contenido adulto que había sido vetado en el cómic tradicional.

Y se lanzaron entonces a hacer todo lo que estaba prohibido por la Comics Code Authority.

Terror, sangre, violencia desenfrenada, drogas y sexo explícito, se mezclaban con la crítica social y política propia de todo movimiento contracultural. Pero había algo más, heredado de Kurtzman: la conciencia autoral. Los autores underground se sentían los creadores de sus obras y no simples engranajes de una industria monumental, como lo fueron la gran mayoría de sus antecesores.

Los primeros cómics underground se apegaban al “do it yourself” (hazlo tú mismo) y los autores dibujaban los tebeos en sus casas y luego los fotocopiaban manualmente. Los vendían ellos mismos por las calles o en las head shops, tiendas especializadas en todo lo que tenía que ver con la contracultura y lo alternativo, donde podían encontrarse revistas, camisetas, productos relacionados con la marihuana, etc.

Lógicamente, ese tipo de cómics jamás habrían sido aceptados en ninguna editorial ni mucho menos pasado el filtro de la Comics Code Authority.

Pero sus artífices se sentían cómodos en el mercado marginal y valoraban, por encima del beneficio económico, la libertad total para dibujar lo que quisieran.

Fue así como San Francisco no tardó en volverse la meca del movimiento underground y Robert Crumb en erigirse como el gurú reconocido por todos. Si bien, Crumb es en realidad una de las figuras más importantes de la historia del cómic en general y no solo del cómic underground.

En sus inicios, el joven Robert se refugiaba junto a sus hermanos en la revista MAD y el Thimble Theater de E. C. Segar. Buscando huir del carácter conservador y severo de su familia disfuncional, decide un día irse de casa para dedicarse a la ilustración. En 1965 envía una historieta a la revista Help!, editada por Harvey Kurtzman, a quien llama la atención el estilo de Crumb. Acaba por trasladarse a Nueva York para trabajar en la revista, y ahí empieza a crear a algunos de sus personajes fetiche, como el gurú hippie Mr. Natural o el gato Fritz.

Dos años más tarde Crumb se muda junto con su mujer a San Francisco, donde publica el histórico primer número de Zap Comix, el cual venderá por las calles en veinticinco centavos.

Con ello queda instaurado el cómic underground y muy pronto empieza a captar a lo más granado del medio, entre ellos, Bill Griffith, Rick Griffin, Víctor Moscoso, «Spain» Rodríguez… Pero Crumb fue un rara avis entre los autores underground. Era un dibujante excepcional muy preocupado por el acabado, perfeccionista, y con una gran técnica, mientras que el resto de los autores tenían estilos mucho más descuidados, y hubo algunos que se estrenaron como dibujantes en Zap Comix. Crumb tenía experiencia previa y además había publicado en revistas mainstream. Además, a diferencia de los de su generación, mantenía una estética peculiar, vistiendo siempre de traje y portando sombrero, y no estaba interesado en el rock psicodélico, especialmente vinculado al movimiento. Lo suyo era el jazz de los años treinta.

En los años siguientes a la publicación del primer Zap Comix, aparecieron varias revistas con el mismo espíritu rebelde y antisistema. Trataban los géneros proscritos con una clara intención provocadora y atacaban a la política, la sociedad y la religión con sorna y acidez cargadas de ingenio.

Hubo también una corriente de autoras feministas, con Trina Robbins a la cabeza y Aline Kominsky-Crumb —la esposa de Robert— y Joyce Farmer como figuras destacadas. Antologías como Wimmen’s Comix y Tits and Clits ofrecían historias reivindicativas que cuestionaban los roles de género y respondían a la visión de la mujer que se daba en otras publicaciones, a veces bastante ofensiva.

El cómic de Justin Green “Binky Brown Meets the Holy Virgin Mary” (Binky Brown conoce a la Virgen María), de 1972, fue la primera obra autobiográfica dentro del medio, y abrió una puerta que después seguirían muchos otros dibujantes. Todo lo que caracterizará al género está ya ahí, aunque de una forma cruda y tosca.

Otro autor underground a destacar es Gilbert Shelton. Nacido en Texas en 1940, publicó en varias revistas underground, incluyendo Zap Comix, y fue autor de dos obras muy populares: Wonder Wart-Dog y The Fabulous Furry Freak Brothers (Los fabulosos Freak Brothers). Ambas se fueron publicando en entregas autoconclusivas en diferentes revistas y antologías, pero con el tiempo se recopilarían en tomos. Wonder Wart-Dog era una parodia ácida de Superman en la que un cerdo con superpoderes se enfrentaba a todo tipo de enemigos.

El underground fue un movimiento heterogéneo que dio cabida a autores y obras de todo tipo y, por lo mismo, no podía tener un nivel de calidad uniforme, sin embargo, fue fundamental para entender todo el cómic adulto que vendría después. Su declive comenzó a medida que fue perdiendo la capacidad de sorpresa, quizás por su propia naturaleza caótica y espontánea.

Bill Griffith, uno de sus pioneros, criticó que el comix se estaba acomodando y tomando el fácil camino de la violencia y el sexo, dejando de lado la carga crítica que él creía que debía tener. Por otro lado, las circunstancias socioeconómicas del país estaban cambiando.

Estados Unidos salió de Vietnam en 1975 y, con ello, los movimientos de protesta juveniles se fueron apagando. Además, el agotamiento propio de la autoedición y la negativa de muchos de sus autores a integrarse en publicaciones convencionales, hizo que, hacia mediados de los setenta, apenas quedara ya nada del auge inicial del underground.

El propio Crumb parecía cansado y dirigió sus esfuerzos a nuevos proyectos, y lo mismo hicieron muchos otros; algunos, simplemente, dejaron de publicar. La revista Arcade, responsabilidad de Griffith y Art Spiegelman, con seis números publicados entre 1975 y 1976, fue un intento de preservar y continuar la faceta más artística y vanguardista del underground, pero no duró. Afortunadamente, su legado continuó vivo hasta hoy, como veremos posteriormente.

Richard Corben, otro producto sobresaliente del underground, comenzó a publicar sus propios fanzines a finales de los sesenta. Su estilo de dibujo se alejaba de las corrientes imperantes en el movimiento, pues se hallaba dotado especialmente para representar la tridimensionalidad y las texturas. Corben desarrolló todo su esplendor como artista al comenzar a colorear sus historias, con una sensibilidad única en la historia del cómic.

Un maestro en la creación de atmósferas y mundos alienígenas, pronto llamó la atención de la editorial Warren, especializada en magazines de terror como la mítica Creepy. Corben se convirtió en su principal estandarte. Bloodstar, una reformulación del género de espada y brujería que tanto éxito tendrá en los setenta, fue uno de sus cómics más celebrados.

La popularidad de Corben llegó hasta Europa en 1975, cuando Metal Hurlant comienza a publicar su Den, convirtiéndose en un favorito del público francés. Sin recato a la hora de mostrar violencia y sexo, Corben fue uno de los principales autores del boom del cómic adulto de los ochenta, y más adelante se centraría en adaptaciones muy personales de clásicos de H. P. Lovecraft y Edgard Alan Poe, e incluso, en épocas posteriores llegó a trabajar para Marvel y DC.

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